Hace ya más de quince años, el psicólogo Reuven Bar-On desarrolló un test para medir las facultades emocionales –el “EQ-i” (emotional quotient inventory)– pero, como se sabe, ha sido más recientemente Daniel Goleman quien ha disparado el interés por la inteligencia emocional y por su medida. Sin embargo, el propio Goleman parece tener reservas sobre la posibilidad de obtener, mediante un test, una medida rigurosa de las dimensiones de la inteligencia emocional. Por otra parte, la tradicional medida del CI –cociente intelectual– ha venido funcionando como discriminador engañoso al intentar predecir el éxito profesional: de ello nos alertaba David McClelland hace unos 30 años. En definitiva, sin renunciar a una aproximada medida del CE –cociente emocional–, hemos de ser cuidadosos con el uso de esta información. Recordemos además que la inteligencia emocional es bastante más desarrollable que la racional o cognitiva y, aunque no nos lo propusiéramos, típicamente mejora con el tiempo. Mucho más, desde luego, si nos lo proponemos.
Quizá no todos los expertos piensan en lo mismo al hablar de inteligencia emocional; por simplificar podríamos pensar en la capacidad que cada ser humano posee, o puede desarrollar, para generar resultados positivos en la gestión de sí mismo y en sus relaciones con los demás: algo que, sin duda, contribuye al éxito y la felicidad. De este modo, observando los comportamientos y los resultados podríamos deducir si una persona es emocionalmente inteligente o torpe. Obviamente, se puede ser “académicamente” inteligente pero emocionalmente no, y al revés; pero, a pesar de alguna circulante teoría de la compensación, no debemos descartar que se pueda ser sensiblemente inteligente en lo racional y en lo emocional, lo que es claramente deseable. No hace falta insistir en que el éxito académico se ve favorecido por el CI, pero el éxito profesional y social –sobre todo si pensamos en personal directivo– depende en mayor medida del CE.
Según Martin J. Yate, entre los profesionales que requieren mayor grado de inteligencia emocional están los directivos, pero también los psiquiatras, los docentes, los asistentes sociales, los relaciones públicas… Por el contrario, los informáticos, los técnicos de laboratorio o los contables no precisan tanta inteligencia emocional en su trabajo, aunque nunca está de más. La verdad es que a menudo uno llega a los 50 años pensando en lo magnífico que habría sido madurar a los 30 (o incluso antes). Podemos, sin más preámbulos, llegar a la conclusión de que a todos conviene mejorar en esta madurez inteligente que llamamos inteligencia emocional, y desde luego el mundo empresarial lo demanda visiblemente. Y, en el propósito de mejora, bien está que dispongamos de alguna medida de referencia.
Algunos tests conocidos:
Son varios los tests de medida de la inteligencia emocional que gozan actualmente de considerable prestigio y en el siguiente cuadro recogemos algunos de ellos (creemos que casi todos ellos están disponibles en español).
Quien esto escribe cumplimentó hace un año el primero de ellos y, “gozando” de un buen margen de mejora, tiene la sensación de haber mejorado ya en algunas de las dimensiones evaluadas. Mediante 133 preguntas, el “EQ-i” de Bar-On, ya muy experimentado, evalúa 15 dimensiones: autoconciencia emocional, asertividad, autoestima, autorrealización, independencia, relaciones interpersonales, responsabilidad social, empatía, resolución de problemas, conciencia de la realidad, flexibilidad, tolerancia al estrés, control de impulsos, felicidad y optimismo. Quizá resulte clarificador añadir que el modelo define, por ejemplo, la felicidad, como la “habilidad para sentirse satisfecho con la vida, de disfrutar de uno mismo y los demás y de divertirse”. Y define el optimismo como “la habilidad para ver el lado bueno de las cosas y mantener una actitud positiva, incluso ante la adversidad”. Podemos añadir que existe una versión para ser orquestada como evaluación-360º. (
El “MSCEIT” (Mayer Salovey Caruso Emotional Intelligence Test) trata de ser más riguroso en la medida; a diferencia del anterior, intenta poner a prueba las habilidades del individuo. Por ejemplo, presenta rostros de personas para que se identifiquen las emociones que transmiten. El test mide dimensiones referidas a cuatro áreas: el manejo de las emociones, su comprensión, su utilización y su percepción. Se dice que John Mayer y Peter Salovey fueron los primeros en hablar de “inteligencia emocional” (1989), y sabemos también que sus estudios inspiraron el trabajo posterior de Goleman. David Caruso, experto en el desarrollo de directivos, colaboró con Salovey y Mayer en la creación del “MSCEIT”, que viene a ser una nueva versión del anterior “MEIS” (Multifactor Emotional Intelligence Scale).
El “ECI” (Emotional Competence Inventory) de Hay-McBer, basado en los trabajos de Goleman y Boyatzis, es una herramienta de evaluación-360º; el test es cumplimentado, por lo tanto, por personas próximas al evaluado (hasta, al parecer, un máximo de 12). Proporciona información de 20 competencias, correspondientes a cuatro áreas: autoconocimiento, autogestión, conocimiento de los demás y habilidades sociales. Obviamente, este instrumento de medida se identifica con el modelo de inteligencia emocional de Goleman. Puede ser utilizado tanto para evaluar individuos, como para evaluar colectivos dentro de una organización.
El “EQ Map” de Q-Metrics es un test de autoevaluación (especialmente dirigido a directivos), es decir, contiene las claves para que el propio individuo obtenga su medida. Fue creado por un equipo liderado por Esther Orioli y Robert K. Cooper, basándose en el modelo desarrollado en el libro “Executive EQ” de Cooper y Sawaf. Mide 20 dimensiones encuadradas en cinco áreas: entorno habitual, conciencia emocional, competencias, valores y actitudes, y resultados. Este articulista recibió información más alentadora tras la cumplimentación de este test, que tras la cumplimentación del “EQ-i” de Bar-On, pero hay que recordar que se trata de diferentes modelos-conceptos de inteligencia emocional.
El “EIQ” (Emotional Intelligence Questionnaire) de Victor Dulewicz y Malcolm Higgs (del Henley Management College) ofrece también versiones para directivos: “EIQ:Managerial” y “EIQ:Managerial-360º”. Se trata, al parecer, del primer test de inteligencia emocional desarrollado en el Reino Unido y parece inspirado en el modelo de Goleman. Evalúa 7 dimensiones: autoconocimiento, consistencia emocional, motivación, sensibilidad interpersonal, influencia, intuición y determinación. Por cierto, el “EQ Map” también evalúa la intuición: una especie de sexto sentido. El lector nos permitirá prolongar la digresión con una definición de Francis E. Vaughan: “La intuición nos permite aprovechar la inmensa acumulación de conocimiento subconsciente, que incluye no sólo todo lo que uno ha experimentado o aprendido consciente o subliminalmente, sino también la reserva infinita de la conciencia universal, que trasciende los límites de la individualidad”. Cerramos la digresión y abrimos una reflexión.
Reflexión: cómo mejorar
Cabe ya preguntarse para qué medir la inteligencia emocional, pero la respuesta está en la mente del lector: para saber en qué debemos mejorar. Un ser humano emocionalmente torpe sería un ser humano incompleto. Centrándonos en la importancia de la inteligencia emocional en el trabajo, la referencia para identitificar las prioridades en la mejora serían las competencias requeridas por el puesto. Goleman apunta algunas competencias emocionales especialmente contribuyentes al buen rendimiento de un directivo.
Efectivamente, un buen conocimiento de sí mismo es fundamental en el personal directivo: el propio Goleman nos alerta contra el autoengaño. Algún éxito anterior podría confundir a los directivos (y a las personas, en general) sobre sus auténticos perfiles competenciales. Un estudio de Robert E. Kaplan viene a mostrar que los directivos que no digieren bien el éxito (arrogancia, sed de poder, necesidad de parecer perfectos, etc.) acaban fracasando. Obviamente, los directivos inteligentes digieren bien sus éxitos y aun sus fracasos.
Pero, una vez identificado en qué debemos mejorar, la siguiente pregunta es cómo podemos hacerlo; hay que decir ya que esto requiere tiempo: no se puede pasar de ser emocionalmente torpe a ser emocionalmente inteligente en cosa de días: ni siquiera de semanas. Por otra parte, el individuo debe estar absolutamente convencido de que vale la pena mejorar, y debe protagonizar el proceso, incluso aunque, como es recomendable, disponga de un buen coach. Ha de ser el propio individuo el que genere sus respuestas y conclusiones; un buen coach es consciente de ello y se dedica a inspirar nuestro progreso: nos nutren más las conclusiones que nosotros extraemos que las que nos dan extraídas.
La inteligencia emocional de la organización
Pues efectivamente, ahora que se habla de organizaciones inteligentes (aquellas que –por hacer una seguramente refutable pero breve definición– saben bien qué cosas hay que hacer y saben hacerlas bien, atendiendo a los resultados a corto y largo plazo), cabe hablar también de organizaciones “emocionalmente” inteligentes. Se dispone, por cierto, de cuestionarios para medir esto; por ejemplo, una versión del ECI, de Hay-McBer, o el BOEI (Benchmarking Organizational Emotional Intelligence), de la consultora MHS; aunque obviamente debe haber más cuestionarios igualmente valiosos.
Podemos convenir que una organización emocionalmente inteligente es aquella que actúa con eficacia incluso ante la adversidad, que es consciente de sus fortalezas y debilidades, que genera satisfacción en sus personas, que aprovecha todo el capital humano disponible, que persigue metas compartidas, que busca nuevas oportunidades, que comprende los sentimientos y puntos de vista de sus clientes y proveedores, que posee una estructura funcional flexible, que disfruta una eficaz comunicación interna y externa, que distribuye el poder de forma inteligente, que es sensible a las expectativas de sus clientes y de sus miembros, que persigue la mejora permanente y la innovación, que reduce la distancia entre el “nosotros” y el “ellos”, que ofrece un clima de confianza y de sinérgica colaboración… Nada que ver con la organización “dilbertizada” que nos caricaturizaba Scott Adams en “El principio de Dilbert”.
Conclusión
En beneficio propio y de nuestro entorno social y profesional, todos podemos mejorar nuestro perfil, y la inteligencia emocional nos muestra un buen camino. Un primer paso consiste en conocernos mejor a nosotros mismos, y a este fin nos pueden ayudar algunos de los tests disponibles. Hemos insistido en que la inteligencia emocional ha de considerarse a nivel individual y colectivo.
Creemos que la duradera prosperidad de las empresas demanda una inteligencia colectiva, tanto en su aspecto cognitivo como en el emocional que aquí nos ocupa. La deseable plenitud de una organización –como la del propio ser humano– pasa, sin duda, por ambos aspectos.
En definitiva, midamos para saber en qué debemos mejorar y evaluemos luego los progresos. Quizá no deberíamos limitar la mejora al nivel requerido por el puesto que ocupamos, pero sí conviene marcar y respetar prioridades. No podemos ser perfectos, pero sí podemos ser mejores y el esfuerzo es muy rentable.
© José Enebral, 2001.
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